miércoles, 27 de agosto de 2014

Cholitas Luchadoras al ataque

Hay temas que nos fascinan. Y podemos regresar a ellos porque son inagotables. Es el caso de las cholitas luchadoras de Bolivia. Hace unos años las visitamos para conocerlas, charlar con ellas y dar cuenta de sus proezas en el cuadrilátero. Esta vez Luis Cobelo, uno de nuestros colaboradores en Sudamérica, nos envió este extraordinario material y no hemos podido resistirnos a publicarlo.

Bolivia es un país que parece anclado en un tiempo indefinido. En el aeropuerto de La Paz ya te das cuenta de eso. La pasarela de salida del avión es como transportarse a una película de serie B latinoamericana: luces tenues, mobiliario anticuado y una sensación de abandono y de que las cosas funcionan por inercia, por suerte. Los funcionarios de inmigración están en unas casetas de madera destartaladas de los años 60 y no hay nada informatizado; no es que me importe, pero ahora desconfío de las pilas de papeles amontonadas en las oficinas burocráticas. El aeropuerto del Alto, a cuatro mil metros de altura, es mínimo y las cintas de equipaje me recordaban a aeropuertos polvorientos y aire viejo. Antes de ir a Bolivia sabía que durante toda mi estancia no bajaría de los 3.600 metros de altura sobre el nivel del mar. Y mientras esperaba la maleta, inconscientemente esperaba sufrir un desmayo, presión en el cerebro o algo que me indicara que no era apto para esas alturas. Pero no, recogí mi equipaje y sigo vivo.

Lo primero que veo es un gran anuncio que dice “La Paz: 3.600 metros de placer y cultura”. Diviso muchas luces en el camino hacia el hotel. No me sorprendo, sé que estas “bonitas luces” son miles de ranchos que rodean la capital. El conductor me empieza a hacer preguntas, de dónde vengo y esas cosas. Pero el tema que más me interesa es el de la altitud, estoy insufrible. Le pregunto, “¿Qué va bien para el mal de altura?” y me responde “Mucho té de coca, todo el tiempo, pero no abuses porque es muy fuerte y te puede provocar taquicardia. Yo creo que todo es psicológico, a veces la gente se predispone a que le pase”. Pues sí, la cabeza es ideal para pensar en tonterías y la mía especialmente, así que adopto la postura mental “Deja ya de pensar en lo que no ha pasado”. Aprovecho y le pregunto si conoce a las cholitas luchadoras, si ha oído hablar de ellas. “¿Las cholitas luchadoras?, no señor, no las conozco. ¿Luchan en algún sitio? Yo las veo casi todos los días peleando en la calle por el puesto de comida o de ropa”. Su respuesta me deja confundido y tengo la impresión de que me voy a meter en un territorio bastante clandestino, y no estaba muy equivocado.

Son casi las dos de la mañana cuando llego al hotel. Me espera un amable recepcionista, lo que me hace pensar que los bolivianos son todos así, aunque durante el resto del viaje comprobaré que no. Me ofrece el primer té de coca de los cientos que tomaré. Vuelvo con el tema de la altura, “No se preocupe, estaremos muy pendientes de usted esta noche. Trate de dormir bien y mañana no haga esfuerzos, descanse y, sobre todo, no fume”. De reojo, veo un cartel sobre el mostrador que indica el nombre y el teléfono de un médico que está de guardia las 24 horas para todos los clientes que tengan problemas con el bendito mal de altura. La cosa es seria.

Al día siguiente, no hago esperar mi encuentro con la primera cholita. Antes de eso, mientras subo por una calle, a media manzana mis pulmones me piden más aire del que puedo darles y el corazón me late más de lo habitual; me asusto un poco, pero paro y descanso, sigo, me mareo, respiro con dificultad. Ahí están los temidos síntomas del “soroche”, como lo llaman popularmente. Prefiero volver al hotel, pido un té de coca y mis pulsaciones se equiparan con la falta de aire.

Breve historia de las cholitas luchadoras

Las cholitas en Bolivia son mujeres que visten trajes típicos: una falda llamada “pollera”, que tiene cinco capas, un sombrero parecido a un bombín, joyas y mantos tejidos minuciosamente. El fenómeno de las cholitas luchadoras se gestó a partir de la lucha libre clásica y comenzó en el año 2002, cuando algunos organizadores de estos eventos decidieron incluir mujeres. A uno de estos “visionarios” se le ocurrió la idea al ver un día una pelea en la calle de dos señoras cholitas y ver que nadie las separaba. Ahora entiendo el comentario del taxista. ¿Quién fue este visionario? Nadie lo sabe, pero casi todos los que organizan eventos de lucha libre en el país afirman ser los inventores de esta colosal y singular forma de pelea dentro de la lucha libre boliviana. Lo que sí está claro es que al hacerlo crearon una “marca” única en el mundo que ha llevado la historia de estas mujeres a rincones del mundo que quizá ellas ni sepan que existen.

La Mamacha

Carmen Rosa es propietaria de un local de comida en el centro de La Paz y la conocen como La Mamacha (la ruda, la temible). El sitio está al lado de su casa, humilde y destartalada, con conexiones eléctricas y tubos que salen por todas partes. La encuentro en la cocina, frente a una montaña de patatas, que pela con expresión pensativa. “Este pequeño restaurante es lo que me da cierta seguridad económica, aunque a mí lo que me gusta es luchar”, me dice. A su lado está su hija Lucía, que la ayuda. Carmen Rosa es sin duda la pionera de este deporte. A sus 45 años, asegura que le toca ceder el testigo a su hija, “si es que quiere”. Lucía me mira y asiente, está de acuerdo con la idea. Y es que los años no pasan en balde. En cada actuación que hace Carmen, rara es la vez que se vaya sin una lesión “de las que ya me cuesta más reponerme”, dice con tristeza.

Llega la pelea que todo el mundo espera, entre Carmen Rosa y La Paceña. Bailan antes de llegar al cuadrilátero, con toda su indumentaria perfecta, encajes, sombrero y faldas. Se plantan en el cuadrilátero y el árbitro da las indicaciones de rigor. No le hacen caso, Julia le mete un puñetazo y va por Carmen Rosa.

Se suceden las clásicas llaves y contrallaves, muy habituales en la lucha libre mexicana, si bien el mérito es mayor por el peso de sus “polleras”, ya que no son lo que se dice unas atletas que entrenan a diario en un gimnasio, son como cualquiera de las cholitas que están entre el público y en las calles de la ciudad. Me sorprende oír a una Carmen Rosa furibunda decirle groserías a su contrincante, con lo dulce que se veía pelando patatas.

Se bajan del ring y están muy cerca de la gente. Creo que muchos quisieran participar en la pelea. Esto es lo que más gusta al público. Aparece un cinturón de no sé dónde y Carmen le da con enorme violencia a Julia unos buenos “correazos”. Se da la vuelta y Julia le estampa una silla de plástico que un niño muy amablemente le cede, dejándola sin aire, casi fuera de combate. Hay sangre y todo el mundo parece feliz por ello. El público delira. Entiendo la preocupación por las lesiones de las que me habló Carmen Rosa. Terminan las peleas, pero la gente sigue allí, con el alcohol ya enturbiando las miradas y haciendo que cada gesto sea un poco más torpe. La Mamachase se hace fotos con quien las pide. Un hombre al que le faltan casi todos los dientes de arriba a sus treinta y pocos años le grita “¡Estás bien buena, mujer!, ¡Quiero que me pegues unos correazos!” Carmen Rosa me mira irónica, “Has visto el público que tengo ¿no?”

Bolivia es un país que parece anclado en un tiempo indefinido. En el aeropuerto de La Paz ya te das cuenta de eso. La pasarela de salida del avión es como transportarse a una película de serie B latinoamericana: luces tenues, mobiliario anticuado y una sensación de abandono y de que las cosas funcionan por inercia, por suerte. Los funcionarios de inmigración están en unas casetas de madera destartaladas de los años 60 y no hay nada informatizado; no es que me importe, pero ahora desconfío de las pilas de papeles amontonadas en las oficinas burocráticas. El aeropuerto del Alto, a cuatro mil metros de altura, es mínimo y las cintas de equipaje me recordaban a aeropuertos polvorientos y aire viejo. Antes de ir a Bolivia sabía que durante toda mi estancia no bajaría de los 3.600 metros de altura sobre el nivel del mar. Y mientras esperaba la maleta, inconscientemente esperaba sufrir un desmayo, presión en el cerebro o algo que me indicara que no era apto para esas alturas. Pero no, recogí mi equipaje y sigo vivo.

Vice
Luis Cobelo








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