miércoles, 8 de agosto de 2012

Historia de la máscara de Octagón

Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, Youl había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer la lucha libre…¡un momento!, creo que alguien más ya usó ese recurso para iniciar una historia, aunque no recuerdo bien quién fue, espero que le haya ido bien.

Además, mi papá no fue el que me llevó al espectáculo de la AAA que en majestuosa caravana llegó a mi cuidad, sino el papá de mi amigo Arturo, que entre malas caras y prisas nos compró un boleto y nos sentó en primera fila.

No hay sueños tan grandes que no quepan en un cuadrilátero (al menos, cuando se tiene 10 años de edad). Arturo y yo presenciábamos la mezcla exquisita de maromas, golpes, gritos, llaves y silbidos; al tiempo que como buenos estudiantes aprendíamos una muy buena cantidad de groserías nuevas. Era la lucha libre, tan entretenida y tan nuestra; esa que nos hacía vibrar antes de que los gringos llegaran con sus sillas y escaleras, esa, a cambio de la cual aceptamos ir al catecismo.

Mi mamá, tan linda como siempre, hizo todas las recomendaciones que las mamás hacen: “pórtate bien”, “no te vayas a querer subir al ring”, “obedece al papá de tu amiguito” y además de advertirme, que al regresar no le fuera a salir con el cuento de que quería ser luchador. Me dio el dinero suficiente para comprar una grandiosa máscara “de las originales” de esas acolchonaditas y con etiqueta.

En primera fila y con una sonrisa que se salía de nuestras máscaras estábamos los que un día tuvimos nombre de pila y ahora éramos Atlantis y Octagón, pero aun con tenis “de lucecitas” en la suela. Pasaron las peleas de los enanos y las de las mujeres, las disfrutamos, aunque lo que todos en esa bodega improvisada como arena esperábamos era la pelea estelar. Apareció entonces “La amenaza elegante” caminando entre las cuerdas, yo no podía creerlo, tenía a Octagón a dos metros de distancia, ¡qué tiemble Pierrot y el par de rufianes que lo acompañan!, aquí se hará justicia.

Pero el destino tenía reservado un final distinto, al menos para mí. La pelea transcurrió con toda normalidad, los técnicos ganaron el primer round haciendo gala de sus cualidades luchísticas, su agilidad y sobre todo de su indomable espíritu guerrero, para el segundo episodio, valiéndose de sucias artimañas los rudos emparejaron las acciones y quedó todo por definirse en la última caída. Fue en ella cuando Pierrot sacó a relucir sus más bajos instintos y le rompió la máscara a Octagón, y aprovechando que este se cubría el rostro lo arrojó sangrante hacía afuera del cuadrilátero, quedando indefenso y justo frente a mí.

-¡Tu máscara, dale tu máscara! Dijo Arturo

-¿Eh? Contesté asombrado

-¡Dale tu máscara, salva a Octagón!

-No manches, me costó bien cara, me van a regañar…

No hubo tiempo de más discusión, pues mientras Pierrot parado sobre las cuerdas era ovacionado por el bando rudo, otro niño corrió a darle una máscara, haciéndolo capaz de regresar y con una tapatía vencer legal y heroicamente al rudo que unos instantes atrás le había ultrajado su identidad.

La pelea terminó como tienen que terminar las grandes gestas, con un héroe vitoreado por la afición y con los malos recibiendo su merecido. Después, uno de los encargados fue a buscar al niño que le dio la máscara al Octagón pues este quería agradecerle en su camerino; seguramente se tomarían fotos y lo llenaría de autógrafos, mientras que mi máscara original y yo nos alejábamos un tanto apenados y con bastante envidia, de la mala, porque no hay de otra.

Estamos al aire

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