Cholitas Wrestling "Polleras en el ring"
Interesante nota extraido de Bolivia.comEl Gitano las entrena, Jenifer Dos Caras es la experta, Marta la Alteña disfruta el maltrato e Hilda quiere un cinturón de oro. Son las estrellas de la lucha libre.
Nadie notó su presencia aún. Se diría que es una chola cualquiera, pero no. Ella tiene el espíritu de una gladiadora. 17 años, alcanzando apenas el metro sesenta y, sin llegar a ser robusta, deja danzar sobre su cintura una liviana pollera amarilla. Hilda es su nombre y espera silenciosa las instrucciones de su mentor, El Gitano. “Eres una promesa”, le dice él con la mirada. Ella asiente mientras ve cómo Jenifer Dos Caras y Marta la Alteña hacen gala de sus piruetas sobre el ring. Cada personaje marca su propia esquina en el cuadrilátero, pues cada quien tiene un lugar en la historia de la lucha libre femenina en Bolivia.
Los Titanes del Ring marcan su cubil en el gimnasio montado dentro de un galpón en la avenida Subteniente J. Eulert, en la ciudad de El Alto. Allí, los mejores luchadores prueban su temple para los enfrentamientos que protagonizan cada domingo en el Multifuncional de El Alto, donde la eterna pugna entre el bien y el mal tiene a sus protagonistas en carne y hueso: técnicos contra rudos.
Las 20.00 del jueves. En pleno ejercicio, Hilda y Marta comparten la lona con otros deportistas varones. Para formarse como verdaderas luchadoras no deben ser consideradas por su constitución o el sexo: todos hacen juntos los ejercicios y caen minuto a minuto sobre la lona. A prudente distancia está El Gitano, dando indicaciones a sus pupilas. Él es un verdadero entrenador de cholitas.
El mentor: Gitano
Una cola de caballo sujeta su negra cabellera. Con la figura que se espiga dentro de un deportivo negro y la mirada afilada, Juan Mamani Condori controla a sus luchadoras. Él pelea desde hace 25 años. Su alter ego es El Gitano. Inició la carrera de joven y continúa luchando.
Su trayectoria le ha hecho ganarse el respeto de sus compañeros, por lo que lo nombraron responsable de la comisión técnica. “Hace unos tres años busqué la manera de levantar el ánimo del público. La cantidad de asistentes bajó y ya no había interés por la lucha de varones. Para llamar la atención convoqué a las cholitas a través de los medios”.
Fue un gran éxito. El suceso atrajo a periodistas extranjeros y las imágenes recorrieron el mundo. “El 2002 empezó la primera pelea, en una Navidad. Llegó hasta el programa de Magalí del Perú y salió incluso un video pirata que se vende aún por la calle. El resto es historia”.
Desde ese momento surgieron grupos pequeños que implementaron este tipo de pelea. Muchas cholas se formaron en el grupo de El Gitano, pero se fueron cuando ganaron algo de fama. Los Titanes del Ring tienen ahora ocho de estas mujeres luchadoras en sus filas.
“El movimiento de las polleras es el que llama la atención. Esta prenda también implica un riesgo. Por eso hay mucha preparación”.
El Gitano ve a las candidatas de acuerdo a su carisma e interés por la lucha. “Quien no puede se va nomás. Depende de cada una. Unas salen en meses, otras tardan más”.
El grupo ha llevado el espectáculo de lucha por ciudades de Bolivia, Argentina, Perú y Colombia.
Como entrenador apasionado, El Gitano ha pasado varios sustos. “Había una cholita nueva que se subió a la tercera cuerda y por lanzarse hacia el ring cayó de espaldas y luego de cabeza. Por suerte amortiguó el golpe con su mano”.
Por eso, el rostro de El Gitano se muestra agradecido, pues la idea de las cholitas luchadoras significó una nueva oportunidad. “Yo andaba muy deprimido. Es difícil conseguir el coliseo, cuesta harta plata y si no cubrimos el alquiler... lo que queda tenemos que repartirlo. El mejor luchador suele ganar 200 bolivianos por lucha. Eso es igual entre mujeres y hombres”.
Juan sabe que las caídas son lo más sensible. “Hay que cuidar la cabeza. La primera lección es que en una caída de espaldas se debe empujar la quijada al pecho. Después, el cuerpo se acostumbra a los golpes”, dice mientras sus pupilas hacen retumbar las tablas del ring.
“La lucha femenina va para adelante, a la gente le gusta mucho. Claro, hay contratiempos, como los novios y esposos, a los que hay convencer primero para que ellas vengan a entrenar”, sonríe El Gitano. Además, sin que la pelea de cholitas pase de moda, ya se han conseguido nuevos atractivos: una mujer de pollera que hace boxeo y dos luchadoras afrobolivianas.
Experiencia: Jenifer Dos Caras
“A quién le importa lo que yo haga”, canta Thalía desde un parlante mientras Ana Luisa Yujra, de 25 años, ingresa al ring con el rostro pintado y los brazos en alto. El público la abuchea y a su paso llueven las botellas vacías, los huesos de pollo y las cáscaras de fruta. Ella se limita a sonreír y sigue cantando. Por algo es Jenifer Dos Caras.
Jenifer es una pionera de la lucha. “Cuando empecé conocí a Ana la Vengadora. No había nadie más de mi nivel, las demás eran novatas que se presentaban en un par de funciones y listo. Se fueron porque sólo fueron a probar suerte. Yo tengo ocho años de experiencia”.
Amiga del voleibol, de niña fue a ver la lucha en el estadio Olimpic. Más tarde, conoció a un vecino que resultó cachascanista y él le presentó a varios luchadores, con los que empezó a dar las primeras rodadas, volteos y castigos.
Ana Luisa es de la escuela de Kid Simonini y Jaider Lee, sus maestros. Así nació Jenifer Dos Caras: “Jeni” por su mamá, “fer” por ferocidad y “Dos Caras” porque tiene dos vidas. “Mi manera de ser en el ring es muy diferente al de mi vida cotidiana”. Eso lo sabe su familia, que todavía no la apoya. “No les gusta. Una vez vino mi mami a ver, pero dijo que era mucha agresión”.
En la vida cotidiana es mamá de Mike Antonhy (11 años) y Jesmy Darling (4 años). Es maestra de Literatura y trabaja con jóvenes. “En el ring me destapo, soy otra persona que empieza a destrozar todo lo que encuentra. Los alumnos me preguntan, pero trato de evadir el tema porque tengo que mantener cierta distancia con mi trabajo”.
Jenifer se siente como el torero que entra a las corridas. “Una llega al ring sabiendo que arriesga su vida”. Ya tuvo una luxofractura del peroné y tobillo el 2000 por hacer unos saltos mortales. Estuvo tres meses con yeso y aunque se decía “funciona mi pie, funciona mi pie” tardó bastante en recuperarse. Ahora está bien, aunque ya no tiene, quizá, la misma fuerza de antes.
La lucha también le trajo el amor. Su esposo era técnico, el Súper Muñeco, personalidad que dejó por el trabajo. Se veían en el entrenamiento y en una de esas le invitó a salir y ella dijo que no. Al final, terminaron en el altar. “Él me apoya, cuida de mí y de mis hijos, pero está preocupado. Ellos tienen miedo de que me haga daño. Nunca peleé con mi esposo. No quiero, porque sino le voy a sonar”, se ríe.
Descansó algo cuando tuvo a su hija, pero sufría viendo a los luchadores en la tele. Al final, convenció a su marido y volvió a las lonas.
Si bien este deporte no le sirve para subsistir, Jenifer vibra al calor de cada encuentro. “Lo vivimos, lo disfrutamos, y hacemos que otras personas se desestresen y desahoguen la bronca que tuvieron en la semana. Botan todo contra los rudos y se alegran con los técnicos”.
A los golpes y las figuras, se le suma el tiempo que una mujer tiene que sacar para los entrenamientos. “Las cachascanistas tenemos que cumplir varios roles: ser amas de casa amigas, hermanas, madres...”.
Pero ella se da modos, pues le gusta mostrar agilidad y trabajar con el público. “La gente se enfurece conmigo, quiere matarme y destrozarme. Yo me río y ya. Al principio me sentía un poco incómoda, porque te insultan y te dicen cosas obscenas. Ahora, ni siquiera grito. ‘Loca, loca’, me dicen. Yo me río. Eso me encanta”.
Le han pedido muchas veces que deje la lucha. “Tu vida pende de un hilo, pero la adrenalina una la vive y la siente”. Pero como todo tiene su tiempo, ha decidido dejar de luchar en dos años, cuando su hijo se haga joven. “Entonces me va a decir ‘vámonos’ y yo voy a tener que hacerle caso. Yo sé que Dios y la Virgen me van a cuidar”.
La estrella: Marta la Alteña
“Siempre que me preguntan mi edad, yo no digo, porque no me gusta hacerlo. Quiero que la gente imagine cuántos años tengo. Por ahí tengo fans más jóvenes”, comenta Marta la Alteña en pleno entrenamiento con varias pesas.
Son cinco los años que Jenny Maraz Herrera trabajó para convertirse en Marta. Pasaron tres de entrenamiento para que al fin pudiera subir al ring, pero ahora es una pequeña estrella todos los domingos.
“Me gustaba venir a ver, era la primera en la puerta. Me gustaban el Ángel Azul y Mister Atlas y veía a las chicas luchando con malla”.
Costurera y repostera, atendió a una convocatoria de Gitanos Producciones. La aceptaron con una condición: hacer lo mismo que ellos. “La primera vez no quería que me vieran las piernas. A medida que pasaba el tiempo, se salió ese miedo y me he vuelto una mujer más osada. Me pongo short o me olvido y me amarro el centro”, explica. No por nada en algún entrenamiento se le ha roto la pollera y ha continuado con la mankancha.
“Lo más difícil ha sido acostumbrarme a que me vean las piernas. Los golpes me dolían, pero se pasaban. Ahora estoy luchando por Bolivia. Me llena de orgullo que una chola represente al país. Antes era un deporte sólo para hombres, vetado para mujeres de pollera”.
A su mamá, también de pollera, no le cayó en gracia que a su hija le vieran las piernas y los calzones. “Ella viene, pero no demasiado seguido. A veces se va llorando, porque salgo lastimada. En una ocasión me vio con la cabeza rota, no sabía qué hacer por la impotencia. Prefiero que no venga”. Marta tiene un hermano mayor y una hermana de 19 años, igual luchadora.
Ruda de corazón, Marta la Alteña lleva el cabello con rayos rojos para alejarse de lo común. “Yo soy la mala, la maldita. Me gusta ganar y cuando me están por ganar, les parto una madera en la cabeza. Para luchar siempre uso polleras livianas y centros delgados, tengo zapatos especiales. Están un poco viejitos, pero son con los que he comenzado a pelear. Son mi amuleto. Si no los tengo, no compito”.
Sus ceñidas poleras y sus blusas se las cose ella misma. Prefiere la lycra. “Es que tengo que mostrar, así gordita que estoy, tengo que mostrar. Hago pesas y quisiera tener buenos brazos y músculos. Sólo denme un añito más”, desafía.
Antes entrenaba de lunes a jueves en un gimnasio cerca de su casa, pero tenía que ir de buzo porque no le permitían entrar con la pollera. “La gente cree que porque llevamos pollera estamos hediendo. Las mujeres de pollera somos más limpias, pero para que no te discriminen tienes que ponerte un buzo”.
También cuida su alimentación. “La comida, no mi figura. Cada domingo como mucho porque es un desgaste único. Pasa la lucha y tienes un hambre voraz, como si no hubieras comido en una semana”.
El momento más duro de su vida lo ha vivido como mamá. “En una ocasión traje a mis dos hijas, Jenny y Julissa, para que vean. Tuve un encuentro con otra cholita ruda y con la señora nos pegamos tanto que nos reventamos sillas. Tuve una abertura de un centímetro en la cabeza, llegué a mi casa toda mal, sangrando y llorando. Mis hijas me vieron, lloraron y me dijeron que ya no querían que vuelva a luchar. No supe qué hacer, me pusieron entre la espada y la pared, porque la lucha está metida en mis venas. Ese día, el peor de mi vida, tuve que elegir entre hacerles caso a mis hijas o mi deporte”.
Luego de hablar mucho, las niñas comprendieron la pasión de la madre, aunque la comprometieron a cuidarse. “A veces me lastimo, pero cuando llego a mi casa estoy sanita y cuando se van al colegio; ‘¡ay, ay!’; recién es que me quejo”.
Quien más disfruta de sus peleas es su papá. “Él es fanático y está orgulloso de que estemos en la lucha. Cuando salieron los CD piratas mi papá se compró y los tiene guardados. Se siente feliz y orgulloso”, declara el brillo de su mirada, maquillada para la ocasión.
No importan los abucheos a su ingreso ni la basura que le cae desde la tribuna. “Me gusta gritarles. Me odian. Ese es mi personaje. Me siento muy especial, es una sensación que no puedes comparar con dinero. Cuando estoy en el ring, aunque sean cinco minutos, me siento una estrella. Y vale la pena”.
Hilda López: la promesa
Los gritos y aplausos le acompañan. Se diría que es una chola cualquiera, pero no: ella tiene espíritu de gladiadora. 17 años, alcanzando apenas el metro sesenta y, sin llegar a ser robusta, deja danzar sobre su cintura una liviana pollera amarilla. Hilda López Laura es su nombre y está atenta a las instrucciones de su mentor: El Gitano.
Su rostro dulce no debe engañar a nadie: tiene una ferocidad que aún no termina de germinar. Lleva dos años entrenando y hace seis meses que lucha. Era su sueño. Cuando veía las peleas en la tele se decía: “quisiera ser uno de ellos”.
Con 15 años floreciendo tomó valor y por fin se asomó al ring.
—“¿A quién le pregunto?”
—En allá tienes que entrenar.
—Ah, ya— Y se lanzó a ese mundo desde la tercera cuerda.
“Tenía mucho miedo a las caídas. Me va a doler mucho, me voy a morir, decía. Tenía un susto... pero don Juan, El Gitano, mi maestro, bien harto es que me ha enseñado”.
“He tenido muchos accidentes, pero con golpes se aprende. Yo lo he tomado como una afición, como un deporte. Es duro, pero nunca he pensado en dejarlo. A veces pienso un rato, pero me gusta”.
Su primera lucha fue difícil, pues se encontró con Jenifer Dos Caras. “Me fue muy mal, me lastimé todo y, al día siguiente, tuve que estar con mis chilcas y otros tratamientos con coca para curarme”. Pero eso le templó el cuerpo. Ahora entrena todos los martes, los miércoles y los jueves.
También tiene otra vida. Es artesana y cursa el segundo medio en el colegio Óscar Alfaro. “Mis compañeros no saben que lucho. En mi familia no les gusta que luche, ‘¡te estás lastimando, que esto, que lo otro!’, dicen. Me han prohibido. Le molesta más a mi papá. ‘¡Cómo con esos hombres todavía tienes que ir a entrenar!’. Pero a mí me gusta. Siempre llego accidentada, mi papá viene estricto y dice: ‘Con esto curate, hija’”. Quien le ha apoyado es su hermano, que le acompaña a entrenar.
“Me gusta. Lo que hago es pedir justicia en el ring, porque las rudas son muy malas. Yo soy técnica. Lucho como Hilda López, por qué me voy a cambiar de nombre si ese es el mío. Las rudas son muy rudas, así que cuando pido justicia, la gente me aplaude. Ellas dan golpes bajos, nos botan como les da la regalada gana y nos pueden waikear entre dos. Nosotras no podemos, sólo esperamos que nos aplauda la gente”.
La pelea ha terminado e Hilda, sangre de por medio, se corona ganadora. “Mi objetivo es viajar a todo lugar. Quisiera recibir un cinturón de oro, medallas. Algún día seré muy famosa con el rojo, amarillo y verde. Pero para eso me falta un entrenamiento más duro y seguir lastimándome”, replica adolorida.
Extraído de Bolivia.com
Contactos: luchalibrebol@gmail.com
Nadie notó su presencia aún. Se diría que es una chola cualquiera, pero no. Ella tiene el espíritu de una gladiadora. 17 años, alcanzando apenas el metro sesenta y, sin llegar a ser robusta, deja danzar sobre su cintura una liviana pollera amarilla. Hilda es su nombre y espera silenciosa las instrucciones de su mentor, El Gitano. “Eres una promesa”, le dice él con la mirada. Ella asiente mientras ve cómo Jenifer Dos Caras y Marta la Alteña hacen gala de sus piruetas sobre el ring. Cada personaje marca su propia esquina en el cuadrilátero, pues cada quien tiene un lugar en la historia de la lucha libre femenina en Bolivia.
Los Titanes del Ring marcan su cubil en el gimnasio montado dentro de un galpón en la avenida Subteniente J. Eulert, en la ciudad de El Alto. Allí, los mejores luchadores prueban su temple para los enfrentamientos que protagonizan cada domingo en el Multifuncional de El Alto, donde la eterna pugna entre el bien y el mal tiene a sus protagonistas en carne y hueso: técnicos contra rudos.
Las 20.00 del jueves. En pleno ejercicio, Hilda y Marta comparten la lona con otros deportistas varones. Para formarse como verdaderas luchadoras no deben ser consideradas por su constitución o el sexo: todos hacen juntos los ejercicios y caen minuto a minuto sobre la lona. A prudente distancia está El Gitano, dando indicaciones a sus pupilas. Él es un verdadero entrenador de cholitas.
El mentor: Gitano
Una cola de caballo sujeta su negra cabellera. Con la figura que se espiga dentro de un deportivo negro y la mirada afilada, Juan Mamani Condori controla a sus luchadoras. Él pelea desde hace 25 años. Su alter ego es El Gitano. Inició la carrera de joven y continúa luchando.
Su trayectoria le ha hecho ganarse el respeto de sus compañeros, por lo que lo nombraron responsable de la comisión técnica. “Hace unos tres años busqué la manera de levantar el ánimo del público. La cantidad de asistentes bajó y ya no había interés por la lucha de varones. Para llamar la atención convoqué a las cholitas a través de los medios”.
Fue un gran éxito. El suceso atrajo a periodistas extranjeros y las imágenes recorrieron el mundo. “El 2002 empezó la primera pelea, en una Navidad. Llegó hasta el programa de Magalí del Perú y salió incluso un video pirata que se vende aún por la calle. El resto es historia”.
Desde ese momento surgieron grupos pequeños que implementaron este tipo de pelea. Muchas cholas se formaron en el grupo de El Gitano, pero se fueron cuando ganaron algo de fama. Los Titanes del Ring tienen ahora ocho de estas mujeres luchadoras en sus filas.
“El movimiento de las polleras es el que llama la atención. Esta prenda también implica un riesgo. Por eso hay mucha preparación”.
El Gitano ve a las candidatas de acuerdo a su carisma e interés por la lucha. “Quien no puede se va nomás. Depende de cada una. Unas salen en meses, otras tardan más”.
El grupo ha llevado el espectáculo de lucha por ciudades de Bolivia, Argentina, Perú y Colombia.
Como entrenador apasionado, El Gitano ha pasado varios sustos. “Había una cholita nueva que se subió a la tercera cuerda y por lanzarse hacia el ring cayó de espaldas y luego de cabeza. Por suerte amortiguó el golpe con su mano”.
Por eso, el rostro de El Gitano se muestra agradecido, pues la idea de las cholitas luchadoras significó una nueva oportunidad. “Yo andaba muy deprimido. Es difícil conseguir el coliseo, cuesta harta plata y si no cubrimos el alquiler... lo que queda tenemos que repartirlo. El mejor luchador suele ganar 200 bolivianos por lucha. Eso es igual entre mujeres y hombres”.
Juan sabe que las caídas son lo más sensible. “Hay que cuidar la cabeza. La primera lección es que en una caída de espaldas se debe empujar la quijada al pecho. Después, el cuerpo se acostumbra a los golpes”, dice mientras sus pupilas hacen retumbar las tablas del ring.
“La lucha femenina va para adelante, a la gente le gusta mucho. Claro, hay contratiempos, como los novios y esposos, a los que hay convencer primero para que ellas vengan a entrenar”, sonríe El Gitano. Además, sin que la pelea de cholitas pase de moda, ya se han conseguido nuevos atractivos: una mujer de pollera que hace boxeo y dos luchadoras afrobolivianas.
Experiencia: Jenifer Dos Caras
“A quién le importa lo que yo haga”, canta Thalía desde un parlante mientras Ana Luisa Yujra, de 25 años, ingresa al ring con el rostro pintado y los brazos en alto. El público la abuchea y a su paso llueven las botellas vacías, los huesos de pollo y las cáscaras de fruta. Ella se limita a sonreír y sigue cantando. Por algo es Jenifer Dos Caras.
Jenifer es una pionera de la lucha. “Cuando empecé conocí a Ana la Vengadora. No había nadie más de mi nivel, las demás eran novatas que se presentaban en un par de funciones y listo. Se fueron porque sólo fueron a probar suerte. Yo tengo ocho años de experiencia”.
Amiga del voleibol, de niña fue a ver la lucha en el estadio Olimpic. Más tarde, conoció a un vecino que resultó cachascanista y él le presentó a varios luchadores, con los que empezó a dar las primeras rodadas, volteos y castigos.
Ana Luisa es de la escuela de Kid Simonini y Jaider Lee, sus maestros. Así nació Jenifer Dos Caras: “Jeni” por su mamá, “fer” por ferocidad y “Dos Caras” porque tiene dos vidas. “Mi manera de ser en el ring es muy diferente al de mi vida cotidiana”. Eso lo sabe su familia, que todavía no la apoya. “No les gusta. Una vez vino mi mami a ver, pero dijo que era mucha agresión”.
En la vida cotidiana es mamá de Mike Antonhy (11 años) y Jesmy Darling (4 años). Es maestra de Literatura y trabaja con jóvenes. “En el ring me destapo, soy otra persona que empieza a destrozar todo lo que encuentra. Los alumnos me preguntan, pero trato de evadir el tema porque tengo que mantener cierta distancia con mi trabajo”.
Jenifer se siente como el torero que entra a las corridas. “Una llega al ring sabiendo que arriesga su vida”. Ya tuvo una luxofractura del peroné y tobillo el 2000 por hacer unos saltos mortales. Estuvo tres meses con yeso y aunque se decía “funciona mi pie, funciona mi pie” tardó bastante en recuperarse. Ahora está bien, aunque ya no tiene, quizá, la misma fuerza de antes.
La lucha también le trajo el amor. Su esposo era técnico, el Súper Muñeco, personalidad que dejó por el trabajo. Se veían en el entrenamiento y en una de esas le invitó a salir y ella dijo que no. Al final, terminaron en el altar. “Él me apoya, cuida de mí y de mis hijos, pero está preocupado. Ellos tienen miedo de que me haga daño. Nunca peleé con mi esposo. No quiero, porque sino le voy a sonar”, se ríe.
Descansó algo cuando tuvo a su hija, pero sufría viendo a los luchadores en la tele. Al final, convenció a su marido y volvió a las lonas.
Si bien este deporte no le sirve para subsistir, Jenifer vibra al calor de cada encuentro. “Lo vivimos, lo disfrutamos, y hacemos que otras personas se desestresen y desahoguen la bronca que tuvieron en la semana. Botan todo contra los rudos y se alegran con los técnicos”.
A los golpes y las figuras, se le suma el tiempo que una mujer tiene que sacar para los entrenamientos. “Las cachascanistas tenemos que cumplir varios roles: ser amas de casa amigas, hermanas, madres...”.
Pero ella se da modos, pues le gusta mostrar agilidad y trabajar con el público. “La gente se enfurece conmigo, quiere matarme y destrozarme. Yo me río y ya. Al principio me sentía un poco incómoda, porque te insultan y te dicen cosas obscenas. Ahora, ni siquiera grito. ‘Loca, loca’, me dicen. Yo me río. Eso me encanta”.
Le han pedido muchas veces que deje la lucha. “Tu vida pende de un hilo, pero la adrenalina una la vive y la siente”. Pero como todo tiene su tiempo, ha decidido dejar de luchar en dos años, cuando su hijo se haga joven. “Entonces me va a decir ‘vámonos’ y yo voy a tener que hacerle caso. Yo sé que Dios y la Virgen me van a cuidar”.
La estrella: Marta la Alteña
“Siempre que me preguntan mi edad, yo no digo, porque no me gusta hacerlo. Quiero que la gente imagine cuántos años tengo. Por ahí tengo fans más jóvenes”, comenta Marta la Alteña en pleno entrenamiento con varias pesas.
Son cinco los años que Jenny Maraz Herrera trabajó para convertirse en Marta. Pasaron tres de entrenamiento para que al fin pudiera subir al ring, pero ahora es una pequeña estrella todos los domingos.
“Me gustaba venir a ver, era la primera en la puerta. Me gustaban el Ángel Azul y Mister Atlas y veía a las chicas luchando con malla”.
Costurera y repostera, atendió a una convocatoria de Gitanos Producciones. La aceptaron con una condición: hacer lo mismo que ellos. “La primera vez no quería que me vieran las piernas. A medida que pasaba el tiempo, se salió ese miedo y me he vuelto una mujer más osada. Me pongo short o me olvido y me amarro el centro”, explica. No por nada en algún entrenamiento se le ha roto la pollera y ha continuado con la mankancha.
“Lo más difícil ha sido acostumbrarme a que me vean las piernas. Los golpes me dolían, pero se pasaban. Ahora estoy luchando por Bolivia. Me llena de orgullo que una chola represente al país. Antes era un deporte sólo para hombres, vetado para mujeres de pollera”.
A su mamá, también de pollera, no le cayó en gracia que a su hija le vieran las piernas y los calzones. “Ella viene, pero no demasiado seguido. A veces se va llorando, porque salgo lastimada. En una ocasión me vio con la cabeza rota, no sabía qué hacer por la impotencia. Prefiero que no venga”. Marta tiene un hermano mayor y una hermana de 19 años, igual luchadora.
Ruda de corazón, Marta la Alteña lleva el cabello con rayos rojos para alejarse de lo común. “Yo soy la mala, la maldita. Me gusta ganar y cuando me están por ganar, les parto una madera en la cabeza. Para luchar siempre uso polleras livianas y centros delgados, tengo zapatos especiales. Están un poco viejitos, pero son con los que he comenzado a pelear. Son mi amuleto. Si no los tengo, no compito”.
Sus ceñidas poleras y sus blusas se las cose ella misma. Prefiere la lycra. “Es que tengo que mostrar, así gordita que estoy, tengo que mostrar. Hago pesas y quisiera tener buenos brazos y músculos. Sólo denme un añito más”, desafía.
Antes entrenaba de lunes a jueves en un gimnasio cerca de su casa, pero tenía que ir de buzo porque no le permitían entrar con la pollera. “La gente cree que porque llevamos pollera estamos hediendo. Las mujeres de pollera somos más limpias, pero para que no te discriminen tienes que ponerte un buzo”.
También cuida su alimentación. “La comida, no mi figura. Cada domingo como mucho porque es un desgaste único. Pasa la lucha y tienes un hambre voraz, como si no hubieras comido en una semana”.
El momento más duro de su vida lo ha vivido como mamá. “En una ocasión traje a mis dos hijas, Jenny y Julissa, para que vean. Tuve un encuentro con otra cholita ruda y con la señora nos pegamos tanto que nos reventamos sillas. Tuve una abertura de un centímetro en la cabeza, llegué a mi casa toda mal, sangrando y llorando. Mis hijas me vieron, lloraron y me dijeron que ya no querían que vuelva a luchar. No supe qué hacer, me pusieron entre la espada y la pared, porque la lucha está metida en mis venas. Ese día, el peor de mi vida, tuve que elegir entre hacerles caso a mis hijas o mi deporte”.
Luego de hablar mucho, las niñas comprendieron la pasión de la madre, aunque la comprometieron a cuidarse. “A veces me lastimo, pero cuando llego a mi casa estoy sanita y cuando se van al colegio; ‘¡ay, ay!’; recién es que me quejo”.
Quien más disfruta de sus peleas es su papá. “Él es fanático y está orgulloso de que estemos en la lucha. Cuando salieron los CD piratas mi papá se compró y los tiene guardados. Se siente feliz y orgulloso”, declara el brillo de su mirada, maquillada para la ocasión.
No importan los abucheos a su ingreso ni la basura que le cae desde la tribuna. “Me gusta gritarles. Me odian. Ese es mi personaje. Me siento muy especial, es una sensación que no puedes comparar con dinero. Cuando estoy en el ring, aunque sean cinco minutos, me siento una estrella. Y vale la pena”.
Hilda López: la promesa
Los gritos y aplausos le acompañan. Se diría que es una chola cualquiera, pero no: ella tiene espíritu de gladiadora. 17 años, alcanzando apenas el metro sesenta y, sin llegar a ser robusta, deja danzar sobre su cintura una liviana pollera amarilla. Hilda López Laura es su nombre y está atenta a las instrucciones de su mentor: El Gitano.
Su rostro dulce no debe engañar a nadie: tiene una ferocidad que aún no termina de germinar. Lleva dos años entrenando y hace seis meses que lucha. Era su sueño. Cuando veía las peleas en la tele se decía: “quisiera ser uno de ellos”.
Con 15 años floreciendo tomó valor y por fin se asomó al ring.
—“¿A quién le pregunto?”
—En allá tienes que entrenar.
—Ah, ya— Y se lanzó a ese mundo desde la tercera cuerda.
“Tenía mucho miedo a las caídas. Me va a doler mucho, me voy a morir, decía. Tenía un susto... pero don Juan, El Gitano, mi maestro, bien harto es que me ha enseñado”.
“He tenido muchos accidentes, pero con golpes se aprende. Yo lo he tomado como una afición, como un deporte. Es duro, pero nunca he pensado en dejarlo. A veces pienso un rato, pero me gusta”.
Su primera lucha fue difícil, pues se encontró con Jenifer Dos Caras. “Me fue muy mal, me lastimé todo y, al día siguiente, tuve que estar con mis chilcas y otros tratamientos con coca para curarme”. Pero eso le templó el cuerpo. Ahora entrena todos los martes, los miércoles y los jueves.
También tiene otra vida. Es artesana y cursa el segundo medio en el colegio Óscar Alfaro. “Mis compañeros no saben que lucho. En mi familia no les gusta que luche, ‘¡te estás lastimando, que esto, que lo otro!’, dicen. Me han prohibido. Le molesta más a mi papá. ‘¡Cómo con esos hombres todavía tienes que ir a entrenar!’. Pero a mí me gusta. Siempre llego accidentada, mi papá viene estricto y dice: ‘Con esto curate, hija’”. Quien le ha apoyado es su hermano, que le acompaña a entrenar.
“Me gusta. Lo que hago es pedir justicia en el ring, porque las rudas son muy malas. Yo soy técnica. Lucho como Hilda López, por qué me voy a cambiar de nombre si ese es el mío. Las rudas son muy rudas, así que cuando pido justicia, la gente me aplaude. Ellas dan golpes bajos, nos botan como les da la regalada gana y nos pueden waikear entre dos. Nosotras no podemos, sólo esperamos que nos aplauda la gente”.
La pelea ha terminado e Hilda, sangre de por medio, se corona ganadora. “Mi objetivo es viajar a todo lugar. Quisiera recibir un cinturón de oro, medallas. Algún día seré muy famosa con el rojo, amarillo y verde. Pero para eso me falta un entrenamiento más duro y seguir lastimándome”, replica adolorida.
Extraído de Bolivia.com
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